Me ha venido a la cabeza una anécdota que me sucedió una mañana de diciembre cualquiera y que, en su momento, me pareció, al menos, curiosa.
Esta es la historia:
Esta mañana, en el metro, me ha sucedido algo poco habitual y que hacía tiempo que no vivía.
Hace mucho que digo (y veo) que todo el mundo va cabizbajo y ensimismado en sus ebooks o móviles y casi nadie cruza miradas y menos palabras con otros viajeros.
Creo que hemos construido una sociedad de gente solitaria y asocial del mundo real, mientras se presume en las redes sociales de tener una vida llena e intensa.
Yo prefiero llevar el teléfono en algún bolsillo e ir observando al gentío, aprendiendo mucho al observar gestos y celebrando algún cruce de miradas que, si va acompañado de una sonrisa, me alegra el día. ¡Fíjate tú qué tontería!
Pues esta mañana, el vagón no muy lleno, ha entrado una mujer mayor que se ha sentado y otra que estaba justo enfrente le ha indicado que llevaba el cordón del zapato desatado y que eso era peligroso.
Ya, pero para ella era como si el zapato estuviera en China. Sin embargo un chico que estaba a su lado se ha ofrecido a atárselo y así lo ha hecho, lo que desencadenado que los que estábamos cerca comenzásemos a comentar la jugada.
A la conversación de han ido incorporando nuevos miembros, haciendo del trayecto algo mucho más agradable que el normal vacío del viaje en solitario de casi todos los días. Yo tenía varias estaciones por delante antes de salir y sólo nos ha interrumpido un señor que, siguiendo su propia estrategia de marketing, nos ha cantado una canción muy triste acompañado de su acordeón.
Ha sido un viaje en metro diferente, mucho mejor que los de costumbre y lo triste es que lo cuente aquí como una anécdota especial, aunque sinceramente me ha encantado disfrutarlo.
Foto: J.C. Gellidon
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